viernes, 19 de octubre de 2012

Los héroes se hacen (Capítulo 1º de la Crónica de Arid-Mur)


El Dragón Rojo estaba cubierto de fuego y humo, y el viento, que un principio pareció ser un aliado, era ahora portador de cenizas y asfixiante calor. La posada había sido uno de los primeros edificios en alimentar las llamas y a pocos metros de su entrada trasera había tenido lugar la parte más cruenta del combate.

Áravo avanzó un par de metros con los ojos apenas abiertos y la cara enterrada en el paño, ahora ensangrentado, que cubría la cara interna de su codo. Una decena de metros al frente, donde la humareda comenzaba a disiparse, un par de figuras conocidas se alejaban cargando con una tercera que permanecía inmóvil. Bien, se dijo, eso está bien.

Antes de salir corriendo, lanzó una última mirada al muro sur de la posada y vio que el el letrero de madera, ahora reducido a vestigios carbonizados colgando de una retorcida guía de metal, se deslizaba lentamente sobre las piedras desprendidas. La pared se combó hacia el exterior y toda la estructura comenzó a desplomarse.

Una hora, pensó. ¿Tres, quizá? ¿Cuánto tiempo llevaban luchando? ¿Cómo era posible que la vida cambiara tanto en tan solo unos minutos? La cabeza le dolía con cegadora intensidad y recordó haber sido golpeado por piedras que caían del cielo.


Horas antes, la aldea de Rodel de Mur había dado por concluido otro día de duro trabajo. Otra jornada de faena en los campos, en los talleres y cocinas. Las quince familias que vivían en este, normalmente, tranquilo valle al este del Bosque Viejo ya se habían reunido entorno a las viandas y los niños habían disfrutado de los últimos minutos de juego frente a las chimeneas. La posada El Dragón Rojo, que había exudado calor humano y música de flauta y cuerdas desde el atardecer, ya había despedido a los parroquianos de costumbre; los mismos seis o siete rodelianos que cada día terminaban su jornada devorando un cocido o apurado con ansias jarras de cerveza de otoño, barrilillos de vino largamente especiado, o el destilado de hierbas, conocido como “Aliento de dragón”, que daba fama al establecimiento. La rutina nocturna concluía como era costumbre: las velas apagándose poco a poco tras los ventanucos y las camas llenándose de cuerpos cansados. 


Cinco horas después de que la luna menguante empezara su deambular sobre los tejados, todos de los perros del lugar comenzaron a ladrar. Primero furiosos, luego aterrorizados, tensando al máximo el esparto de sus correas o corriendo enloquecidos los que tenían libertad para hacerlo.

El ataque comenzó con tanta rapidez que, segundos después de que algunas cabezas se levantaran preguntándose por el estruendo canino, el resto de la villa saltaba de la cama sobresaltado por la cacofónica amalgama de ruidos que trae consigo una partida de jinetes galopando a lomos de bestias herradas sobre calles de adoquines.

Cuando los más rápidos fueron capaces de salir de sus dormitorios y abrir alguna puerta o ventana, el sonido ya había cambiado de naturaleza e intensidad. Primero resonó un doloroso crujir de madera, como si algo hubiera partido en dos el árbol de las fiestas o los postigos del pequeño templo de Valion, luego, decenas de gritos en una lengua gutural cargada de odio y, por último alaridos humanos suplicando ayuda. 

Los primeros en salir a la calle fueron Lioder y Arnot, armado uno con una vara de roble, y el otro con un enorme martillo, el mismo que usaba para desempeñar su oficio en la herrería. El espectáculo los dejó petrificados. 

En la Plaza Mayor varias teas ardían junto a las raíces del árbol de las fiestas, cuya corteza empezaba ya a ennegrecerse. La escuela y casa del maestro Éditro estaba siendo atacada por un grupo de hombres a caballo, cubiertos con armaduras de escamas oscuras y enarbolando tensos arcos, jabalinas y, los menos, espadas largas. Los jinetes llevaban al trote sus caballos, cubiertos con mantas sin distintivos, alrededor de la casa, sin preocuparse por ningún otro edificio. Y el continuo movimiento hacía difícil precisar su número. Las plumas negras y las crines de caballo que adornaban sus yelmos cimbreaban, apenas iluminadas, en el viento nocturno como serpientes prestas a lanzarse contra un enemigo aún no visible. Frente a la puerta de la casa, cuatro jinetes montaban guardia custodiando, aparentemente, los restos de la puerta, ahora convertida en un montón de maderos resquebrajados que se apoyaban precariamente contra el dintel. Dos caballos más, sin jinete, estaban atados a uno de los goznes, que colgaba inútil de la estructura.

Lioder se recuperó de su sorpresa y echó a correr contra la turba gritando:

-¡Deteneos! Seáis quién seáis, no hay oro en esa casa sino la escuela del pueblo y su maestro. ¡Deteneos, os imploro! Somos gente de bien y…

Su discurso fue interrumpido por el casi metálico chasquido de una cuerda de arco. 

Lioder escuchó el sonido y comprendió lo que significaba. Su cuerpo se desplomó sobre el adoquinado de la plaza y su sangre pintó de bermellón los bordes de las piedras.

Arnot aferró su pesado martillo y desapareció tras la esquina de su propia casa, buscando cobertura contra las flechas y una forma de rodear la plaza y llegar hasta la casa de Éditro sin ser visto.

Cuando otros rodelianos abrieron sus puertas, la visión de los jinetes y la inmóvil figura de Lioder, con una larga flecha de oscuros penachos clavada en su pecho, sirvieron de explicación suficiente a los hechos. Pronto sonaron los gritos de “¡Nos atacan!” o “¡Rodel a las armas!”, que en otras excepcionales ocasiones se habían usado para alertar contra ataques de bandidos o criaturas llegadas del norte o escapadas del Bosque de las Arañas. 

Los vecinos no disponían de más armas que las que podían usarse en tareas diarias, como hachas, arcos, horcas o dagas. Cierto es que algunas familias mantenían con orgullo espadas de abuelos o bisabuelos, que habían sido las últimas generaciones en enviar jóvenes al sur para servir en la Guardia de Emergar o la del Vado, y regresar, después, con conocimiento del mundo y sus peligros. Pocos de estos filos estaban en manos entrenadas en su uso, pero una familia, los Lascafina, se enorgullecía de haber mantenido vivas entre sus descendientes ciertas habilidades castrenses. 

Un par de segundos mirando por el ventanuco de la habitación fueron suficiente para que Lucio Lascafina, con su instinto de cazador, supiera que la noche sería muy larga, y el amanecer llegaría cargado de dolor. Con rapidez se vistió y gritó a Áravo, Xandos y Maela, sus hijos e hija, que hicieran lo mismo. Eulia, su mujer, había fallecido cuando Áravo tenía diez años y sus hermanos apenas siete, así que Lucio había decidido criarlos de la única manera que sabía, sin prestar atención a qué actividades eran apropiadas para hombres o mujeres. Quizá por eso no hubo ni un segundo de duda cuando, bajando las escaleras, apremió a los dos más jóvenes a cubrirse con los jubones de cuero y ceñir las espadas cortas y permanecer en la planta baja, preparados para atacar si algún enemigo entraba.


-¡Padre! -gritó Áravo al verle desenfundar la espada bastarda del abuelo Cirot- Si tú vas, yo voy contigo.

Maela y Xandos aparecieron tras su hermano mayor y sus obstinadas miradas hubieran sido dificiles de contrariar en otro tipo de situación. No esta noche.

-¡Cerrad la puerta y barricadla con el arcón de madre! Áravo, coge mi arco y vigila desde la habitación grande.

Cerró a su espalda con un golpe seco, que hizo crujir la entrada de la casa, y se ocultó tras el pilón de la Fuente Vieja. Desde ahí observó con aprehensión la sucesión de caballos que rodeaban la casa del maestro. ¿Por qué atacar esa vivienda en concreto? Todos sabían que Éditro era un forastero y que había trabajado en la Biblioteca Real de Marvalar, pero de eso hacía ya décadas y el sureño estaba ya tan integrado en Rodel como cualquier otro vecino.

De la casa del maestro salieron varios alaridos que hicieron relinchar a los caballos, y Lucio tuvo una idea. Salió corriendo hacia el Callejón de Roder, que le llevaría hasta la  puerta principal de la posada El Dragón Rojo, en el segundo círculo de casas, y desde lo lejos vio cómo tres de los hombres del pueblo, Drían, Engus y Fergad, estaban trepando por la fachada de una de las casas con  sus arcos de caza y sus aljabas. Bien pensado.


 Arnot continuó su camino hasta llegar a la casa del panadero, desde donde podía ver la parte trasera de la escuela. Tal y como temía, los jinetes trotaban continuamente alrededor de la casa, y dos teas clavadas en el suelo, en el medio de la calleja, creaban un tenue círculo de luz que iluminaba los otros edificios, dejando el paso de los jinetes apenas  visible. Un método de vigilancia que beneficiaba a los atacantes y perjudicaba a quienes se quisieran acercar. Desde su escondite podía ver las cortinas moverse frente a la casa del maestro. Los Pelliz y Rocamur espiaban desde sus hogares sin atreverse a salir y ser blanco de los jinetes.  

Arnot sabía que atacar con su martillo una columna de enemigos a caballo y en movimiento era un suicidio. Si, del alguna manera, el flujo de jinetes se viera interrumpido por unos segundos, él podría llegar y acabar fácilmente con un par de esos extraños guerreros sin miedo a que el siguiente le atacara por la espalda. Con este pensamiento en la cabeza, aferró con fuerza su martillo y, con la mano izquierda, palpó el suelo hasta encontrar una piedra de tamaño adecuado. Solo necesitaba un par de segundos para saltar a la luz y echar por tierra el ataque, y con suerte, a varios de sus atacantes.


Engus fue el primero en acodarse sobre el tejado. El arco en una mano, la aljaba encajada entre dos tejas. El corazón palpitando en sus oídos. A su lado pudo ver la sombra de Fergad y supuso que Drían estaría preparándose al otro lado de la casa. Con una mano demasiado temblorosa para su gusto, sacó una flecha y tensó la cuerda. De la casa surgieron unos gritos terribles que helaron su sangre más que el viento de las cumbres. “Valion, guía mi mano”, murmuró para sí mismo. La flecha salió silbando y golpeó, partiéndose en dos, el suelo de la plaza. Maldijo con rabia su mala puntería preparándose para volver a disparar. A su derecha dos proyectiles más surcaron el cielo nocturno y ambos alcanzaron el blanco deseado. Uno se clavó en el peto de un jinete, derribándolo de su montura, y otro atravesó la manta de un caballo, que se encabritó cuando la flecha  laceró su vientre. El jinete lanzó una confusa mirada a su alrededor y consiguió saltar y rodar por el suelo antes de que la bestia enloquecida le pasase encima.

Una voz gritó algo incomprensible y los caballos comenzaron a moverse en diferentes direcciones. Engus creyó ver algún tipo de patrón, todavía circular, en su recorrido, pero dejó de mirar cuando una flecha se clavó en una viga a apenas medio palmo de su cara. Con un rápido movimiento se pegó al tejado y trató de alejarse del borde. Su movimiento hizo que dos de las losas de pizarra que formaban el tejado se desprendieran con gran estruendo. “Leche de Aneirin” blasfemó mientras una esquirla le cortaba la mejilla. Dos flechas más hicieron saltar fragmentos de piedra en su dirección. “Valion, que tu luz no me falte en esta hora oscura”. A la derecha, sus dos compañeros parecían estar sufriendo el mismo tipo de ataque. Esta sería una larga noche.

Lucio llegó a la posada y encontró a Mingot escondido tras varias mesas tumbadas en el suelo, vigilando la puerta de la cocina y enarbolando el hacha que normalmente empleaba para trocear la carne.

-¡Sangre de troll, Lucio! -gritó el posadero- ¿Qué está pasando? ¡Creí que eras uno de ellos y que mi fin había llegado ya!

-Esos hombres -respondió Lucio cerrando la puerta a su espalda- tienen ventaja por estar en movimiento. Sin sus caballos no son más que ocho o diez guerreros, creo. Les superamos en número y todos tenemos arcos o filos de algún tipo con los que matar a unos cuantos y hacer huir al resto.

-¡Lucio, nosotros no somos más que gente sencilla de las montañas! no podemos hacer nada para que desmonten, ¿no lo comprendes?

El posadero miraba aterrorizado a Lucio y éste supo que debía actuar con rapidez.

-Hace poco empezaste a destilar Aliento de dragón ¿cierto?

El posadero le miró con sorpresa.

-Lucio. Ahora es difícilmente un buen momento para beber alcohol. ¡Estamos siendo atacados!

-No seas estúpido -respondió exasperado el cazador- me refiero a que aún no has destilado por segunda vez, ¿no? ¿Aún tienes los barriles con el primer orujo de alta graduación?

El posadero se dejó caer sobre una silla y alzó los brazos en una muestra de súplica.

-Sí, Lucio, sí, aún tengo dos barriles de producto demasiado fuerte para consumir. ¿Qué tiene eso que ver con el ataque?

-¡Los caballos y el fuego! -respondió inmediatamente Lucio- Si podemos asustar a los caballos y hacer que algunos huyan o que los jinetes desmonten, entonces podremos luchar con ellos con más facilidad.

El posadero volvió a ponerse en pié y comenzó a asentir mientras se dirigía a la cocina.

-Pero el fuego de Aliento no será capaz de quemar, tan sólo creará llama.

Lucio entró en la cocina y vio cómo el posadero apoyaba las manos sobre dos barriles que descansaban a los pies de un enorme alambique.

-La visión de una marea de fuego es suficiente para encabritar a cualquier caballo. Si logramos romper los barriles cerca de los jinetes y prenderle fuego al Aliento, creo que tendremos una oportunidad de defender Rodel.

Mingot lanzó un prolongado suspiro y comenzó a rodar uno de los barriles hasta la puerta trasera, que daba a la Calle del Aguila, a apenas diez metros de la Plaza. Lucio hizo lo mismo con el segundo.


Arnot escuchó varios gritos y, de pronto, los caballos dejaron de girar. Los dos que se encontraban tras la escuela dieron una vuelta sobre sí mismos, ofreciendo la grupa al herrero, que no despreció la oportunidad y salió de las sombras corriendo. Apenas llegó a la luz, el último de los jinetes giró la cabeza mirándole directamente. Arnot lanzó la piedra con toda la fuerza de su brazo, y la cabeza del primer jinete se dobló hacia atrás  y sus manos soltaron las riendas, entonces el herrero blandió su martillo, cubrió los dos metros que le separaban de la segunda figura y le golpeó por la espalda, trazando un arco con tal potencia que, cuando el caballo salió corriendo desbocado, Arnot temió haber encajado su martillo en la carne del animal.

Cuando los vecinos vieron que el herrero había acabado con dos de los jinetes, varias puertas se abrieron dejando salir a Catheo Rocamur y Erod Pelliz, ambos armados con horcas.

A su espalda volvieron a resonar los cascos de los caballos y Arnot se escondió, de nuevo, en las sombras haciendo gestos a los otros dos para que le siguieran.


Áravo vio, desde la habitación de su padre, cómo dos de los jinetes eran asaetados en la la plaza, y cómo uno de ellos daba algún tipo de orden que hizo que los jinetes se detuvieran y cambiaran su forma de trotar, siendo ahora más impredecibles. El hombre que había dado la orden era uno de los que estaba inmóvil frente a la puerta. Los otros tres estaban disparando con sus arcos al tejado desde el que les habían atacado.

Áravo empleó la daga que llevaba al cinto para hacer palanca contra el ventanuco y desencajar, poco a poco, el precioso vidrio, observando todo el tiempo los movimientos del cabecilla.

Una vez que el vidrio quedó suelto, Áravo lo dejó caer sobre las mantas de su padre y preparó el arco. Prestó atención a los latidos de su corazón, tal y como le había enseñado Lucio, y tensó la cuerda, respirando con forzada calma. Esperó un latido. Cinco latidos. Diez latidos. Entonces el cabecilla alzó el brazo para señalar algo en el tejado a uno de sus hombres, y el hijo del cazador vio lo que estaba buscando, piel expuesta bajo la armadura. Dejó salir el aire de sus pulmones y, entre dos latidos, soltó la cuerda.


Después de comprender que iba a resultar imposible volver a disparar desde el tejado, Engus optó por aferrar pequeños trozos de teja y tirarlos a ciegas hacia los jinetes. Quizá así pudiera lograr algo. Cuando estaba a punto de lanzar la primera, escuchó varios gritos y aventuró un rápido vistazo. Lo que vio le llenó de esperanza: uno de los hombres que estaban frente a la puerta había recibido un flechazo en el costado y había caído al suelo. Dos de los otros jinetes estaban girando sobre sí mismos para buscar el origen de la flecha y el círculo de guardias parecía haberse detenido. Aprovechando la situación, Engus retomó su arco, cargó una flecha y disparó. Lo mismo hicieron Fergad y Drían. Esta vez, todas las flechas mordieron carne enemiga y un grito de victoria se pudo escuchar al otro extremo del tejado.


Lucio y Mingot hicieron rodar los barriles con cuidado, hasta llegar a unos metros antes de la esquina norte de la Plaza Mayor, una vez allí, Mingot aflojó con su hacha algunos de los listones que formaban los fondos, dejando rezumar, poco a poco gotas de oloroso licor, y lanzó una mirada nerviosa al cazador. Éste le señaló el árbol de la fiesta con la pequeña hoguera ardiendo a sus pies. Desde ahí, había solo un par de metros a la posición en que estaban los caballos, ahora moviéndose en pequeños cuadrados, con los jinetes apuntando sus arcos en diferentes direcciones. 

Los dos hombres tomaron una bocanada de frío aire nocturno, se miraron, sus rostros apenas intuiciones en la oscuridad, y ambos comenzaron a empujar con fuerza sus respectivos barriles, dirigiéndolos hacia el centro de la plaza. Cuando los jinetes escucharon el ruido, modificaron su formación para ofrecer una línea de defensa contra posibles ataques desde ese lado de la plaza. El cazador observó con deleite que tres mas de los atacantes yacían en el suelo, inmóviles, o se arrastraban al interior del edificio. Todos los caídos se encontraban al este de la formación, así que las flechas habían llegado del lado de la plaza en que se encontraba su propia casa. “Áravo está haciendo un buen trabajo con el arco” pensó con orgullo. 

Los barriles continuaron con su rumbo y Lucio y Mingot, apenas entraron en la zona iluminada, los dejaron rodar libres y corrieron a ocultarse en la calle de la que habían salido, buscando el abrigo de la oscuridad y la posibilidad de refugiarse de nuevo en la posada. Casi estaban al amparo de las casas cuando la primera ráfaga de flechas cruzó la plaza. Lucio sintió como Mingot caía pesadamente al suelo y retrocedió, encorvado, para recogerlo y arrastrarlo si era necesario. Las flechas pasaron ululantes a su alrededor, un par de ellas cruzando incluso el espacio que su cuerpo habría ocupado de no haber cambiado de rumbo para ayudar al posadero. Mingot estaba tumbado boca abajo, con una mano aferrada al asta de una flecha que se clavaba en su costado derecho y era el origen de una creciente mancha de sangre en la parda camisa. Apenas un gemido se podía escuchar. Lucio sabía que mover a un hombre en ese estado podía ser fatal porque abriría más la herida… pero dejarlo tirado en la calle sería asegurarle un tratamiento igual al del bienintencionado Lioder, que ahora yacía ensartado por más de cuatro flechas, consecuencia, seguro, del hastío y la maldad de los atacantes. Decidido, aferró a Mingot por la muñeca izquierda y comenzó a tirar de él hacia la calle del Águila. Miró hacia la plaza y vio cómo los arqueros a caballo tensaban de nuevo las cuerdas, apuntando en su dirección. Satisfecho vio que uno de los barriles había perdido ya uno de sus fondos y que una pequeña corriente de líquido se dirigía hacia el centro de la plaza. Sonrió de nuevo y, con un último esfuerzo, dirigió toda su fuerza a la única tarea de arrastrar dos metros más el cuerpo, ahora inmóvil, del posadero. Dos metros más y estarían los dos envueltos en sombras, y podría, quizá, taponar la herida y, quizá, regresar a la posada y respirar con tranquilidad durante un segundo.  Entonces fue cuando vio a uno de los hombres erguirse sobre los estribos y arquearse sobre el caballo, blandiendo en su mano derecha la aterradora figura de una jabalina de combate.

Casi no se dio cuenta de haber soltado el brazo de Mingot. Abrió los ojos sin consciencia de haberlos cerrado y la jabalina estaba clavada en su hombro izquierdo y él estaba en el suelo, boqueando de dolor.


Cuando los caballos dejaron de llegar, Arnot decidió que era un buen momento para tomar la iniciativa y descubrir qué estaba sucediendo en la casa del maestro. Con toda la rapidez que le era posible, corrió hacia la ventana trasera de la escuela, tapada por la noche por dos contraventanas pintadas de verde y allí tomó aire. Desde la esquina contraria, Catheo le indicó que no había enemigos a la vista, y Arnot volvió a levantar su martillo y golpeó la madera con un poco de fuerza, la suficiente para desencajar el cierre interior y soltar una de las hojas de sus goznes. Acto seguido, Erod Pelliz llegó corriendo y golpeó el ventanal con su horca, repitiendo un movimiento circular que limpió el marco de restos de vidrio y permitió el paso del herrero.

Una vez en el interior, Arnot vio que la habitación trasera, el comedor de la escuela, estaba totalmente a oscuras y una luz tenue se filtraba bajo la puerta que daba paso al pasillo y las escaleras. Dio un par de pasos y se sobresaltó ante el ruido que Erod hizo cuando cayó rodando desde la ventana al interior. Con cuidado, llegó hasta la puerta y giró el pomo, para mirar con precaución al pasillo. Después de varios segundos, un nuevo grito agonizante sacudió el edificio. Estaba claro que el maestro Édritro estaba siendo torturado. Con un movimiento decidido, abrió la puerta de golpe y salió corriendo hacia la escalera. Los escalones de madera crujieron bajo sus pasos y el herrero maldijo su suerte por ello, pero continuó avanzando, seguido de cerca por Erod. En la cabeza de la escalera apareció una figura cubierta de oscura armadura que reflejaba los brillos de una luz lateral. La cara de sorpresa del oscuro guerrero desfiguró sus facciones hasta hacerlas parecer casi demoníacas. Sin pensar Arnot lanzó su martillo hacia el estómago de su oponente, que se dobló en dos cayendo medió metro por las escaleras, apoyándose pesadamente en la pared de roca, y el herrero se precipitó contra él con la daga en la mano izquierda. Cuando llegó a su altura, trazó un arco con la daga buscando encajarla en el bajo vientre de guerrero, pero notó con frustración que estaba encajada en la armadura de láminas. Erod no tuvo el mismo problema al clavar tres de los cinco dientes de su horca en el cuello del extranjero, que trató de erguirse, ofreciendo así un mejor blanco para Arnot, quien desencajó la daga y volvió a clavarla, esta vez hasta la guarda, en la ingle de la ahora ensangrentada figura. De un salto, recorrió los dos últimos escalones y recuperó su martillo, dispuesto a llegar a la habitación de Éditro y acabar con la tortura que allí estaba, sin duda, teniendo lugar. Fue entonces cuando vio la figura del hechicero salir de una puerta al fondo del pasillo.

“Sangre de…” alcanzó a decir, antes de que el encapuchado susurrara algo inteligible y seis pequeños haces de luz, similares a brillantes pivotes de ballesta, surgieran de su mano y convirtieran en fría oscuridad la nocturna furia del herrero.


Desde la habitación de su padre, Áravo siguió disparando flecha tras flecha, hasta terminar con los proyectiles, de modo que bajó al primer piso para hacerse con dos aljabas más, las únicas que qudaban en la casa. En el salón, sus hermanos habían hecho un buen trabajo construyendo una barricada con la mesa y los dos armarios pequeños que constituían todas sus propiedades. Ambos le miraron con gravedad, Xandos con la espada en la mano y Maela con el arco corto semitenso y preparado para disparar contra quien se acercara a la puerta.

-Un poco más -les dijo con una sonrisa- Un poco más y esto habrá acabado ya.

El joven Áravo sentía su sangre bullir. En parte por miedo y horror ante el hecho de haber matado seres humanos por primera vez; en parte alegría y satisfacción por haber llevado a cabo una empresa tan importante con disciplina, tal y como le había enseñado su padre.

Subió los escalones de dos en dos y llegó al ventanuco dispuesto a disparar hasta que los dedos le sangrasen y no quedaran más enemigos en la plaza, pero lo que vio le heló las venas: en un borde de la plaza, casi a punto de desaparecer de su campo de visión bajo los tejados de las casas vecinas, podía ver la figura de su padre arrastrando un voluminoso cuerpo -¿Maese Mingot, podría ser?- con una flecha clavada. En el otro extremo de la calle vio a los jinetes prepararse para disparar y un grito se le ahogó en la garganta. La primera tanda de flechas salió por los aires y Áravo dejó de ver la figura de su padre. En ese momento observó con horror que uno de los jinetes se preparaba para lanzar una jabalina, vio el movimiento como si se tratara de una extremadamente lenta pantomina teatral. Con la mente bullendo ideas, no todas ellas agradables, cogió una flecha, tenso su arco y disparó, en el mismo momento en que el guerrero dejaba partir su arma son asombrosa rapidez. Cuando bajó el arco pudo ver la figura de su oponente desplomarse del caballo, con la flecha clavada en el nacimiento del cuello. Pero ¿y la jabalina? ¿y su padre?

Sin pensar, se colgó el arco y la aljaba a la espalda, bajó de nuevo las escaleras y desenvainó su espada mientras empujaba con el hombro el arcón que su madre había usado cuando estaba viva. 

-¡Áravo! -Gritó Xandos al verle despejar la puerta- ¡Padre dijo que protegiéramos la casa!

-¡Padre está en peligro -grito Áravo mientras terminaba de apartar el arcón y abría ligeramente la puerta- ¡Volved a cerrarla tras de mí! -y desapareció corriendo a la noche, dejando a sus hermanos con un nudo en la garganta y una firme idea en la cabeza. 

Maela fue la primera en incorporarse y acercarse a la puerta. En el momento en que Xandos se le unió, ya estaba claro que ambos saldrían por ella en busca de su padre y hermano.


Cuando el primero de los barriles llegó hasta las patas de los caballos, uno de los jinetes detuvo su avance con el asta de su jabalina, preguntándose qué clase de estúpido ataque consistía en lanzar barriles semivacíos. Esbozó una ligera sonrisa dirigida a su compañero cuando, por el rabillo del ojo vio que el segundo barril había sobrepasado el extraño árbol decorado con cintas de desvaídos colores, que los aldeanos habían plantado en el medio de la plaza. Le sobresaltó, de golpe, el olor que emanaba de los pies de su montura -fruta o algo similar- pero, sobre todo, le asustó  el brillo azulado que parecía extenderse desde el árbol en su dirección. Con un gruñido aferró fuertemente las riendas de su bestia y maldijo a los habitantes de esta remota aldea. Su caballo, primero, y luego todos los demás, comenzaron a encabritarse y tratar de huir, chocando en ocasiones con los otros caballos de la formación.


Desde el tejado Engus volvió a disparar su arco sin preocuparse por apuntar a ninguna de las figuras en concreto. El caos se había adueñado de la plaza y los caballos parecían a punto de desbocarse por culpa de lo que parecía ser una capa de fuego de alcohol que se extendía por la plaza y cuyo aroma a Aliento de dragón ponía, por fin, un punto de familiaridad en esta extraña noche. Escuchó a Drían gritar de júbilo cuando otra de sus flechas se clavó en uno de los jinetes, cuya atención estaba ahora centrada en descender de su enloquecida montura sin ser aplastado por otros de los oscuros corceles. 

En la plaza quedaban, contando también los guerreros que, en un principio, habían estado custodiando la entrada, un total de cuatro hombres a caballo y no parecía que el ataque pudiera durar mucho más.


En el momento en que los dardos de luz golpearon el cuerpo de Arnot y lo tiraron al suelo, Erod Pelliz sintió una voz en su cabeza gritándole que huyera… ¿pero cómo, si estaban en una casa rodeada de jinetes armados con arcos y espadas y lanzas de algún tipo? Ante la imposibilidad para encontrar una forma de escape adecuada, optó por un viejo truco de caza. Metió los dedos con fuerza en las heridas que su horca había causado al guerrero de la escalera y se colocó, lentamente bajo su cuerpo, con la horca horizontalmente apoyada contra la parte baja de la pared, y manchó lo más posible sus ropas con la sangre ajena. Cuando dejó de moverse pudo oír, junto al tambor de sus oídos, los pasos de un hombre acercándose a la escalera. Con sus ojos entrecerrados pudo ver a un hombre de mediana edad, con una capa de viaje negra cubierta de extraños brillos plateados que parecían ser líneas o quizá escritura de algún tipo. En su mano llevaba una daga cuyo filo brillaba en tonos rojizos y se acercaba despacio a Arnot, como si no estuviera completamente seguro de poder acabar con él. Erod comprendió. El herrero no estaba muerto, quizá estaba solo inconsciente y el hechicero, pues de eso se trataba, sin duda, quería acabar con él usando su daga.

Sin darse tiempo para pensar, pues estaba claro que lo que quería hacer era una temeridad, Erod agarró con fuerza su horca y la empujó hacia arriba, dirigiendo el golpe solo al final, cuando consiguió levantarse y quitarse de encima el brazo del guerrero muerto. Trató de clavar su arma en el pecho del conjurador, pero éste se movió con rapidez y solo alcanzó a clavar dos de los dientes en el brazo que sujetaba el arma. Un grito de dolor y miseria salió de la boca del hechicero, que retrocedió varios pasos y comenzó a mover una de sus manos mientras dirigía a Erod una mirada hecha de odio puro. Sin embargo, nada sucedió y el rodeliano volvió a la carga con su horca subiendo los escalones e hiriendo esta vez a su enemigo en la pierna izquierda. El segundo golpe hizo que el hechicero usara su mano buena para arrancar un objeto que parecía un manojo de pelo de animal de su cinturón y lo esgrimió frente a Pelliz, que se preparó para dar su golpe de gracia y enviar un alma más a los infiernos de Penumbra. Pero su golpe se vio contrarrestado por una poderosa corriente de viento que parecía surgir de la mano o del extraño penacho que el hechicero esgrimía. El viento le aplastó  en un principio contra la pared, pero fue perdiendo poco a poco fuerza, a medida que la misma desaparecía de los ojos del herido hechicero. Tras varios minutos de lucha, el hechicero se lanzó a la carrera escaleras abajo y Erod cayó de rodillas, exhausto.


Áravo encontró a su padre inconsciente y tumbado en el suelo, con la jabalina clavada en su hombro  izquierdo. Arrastró el tan familiar cuerpo, ahora inerte, contra la pared cubierta de sombras y, con un giro de muñeca, sacó la jabalina e introdujo uno de sus pañuelos en la herida para cortar el flujo de sangre. Cuando estaba terminando esta operación, Xandos y Maela aparecieron por el callejón trasero.

-¡Llevad a padre a casa! ¡Y esta vez obedeced!

Ambos asintieron y, con el cuerpo de su padre cogido por el tronco y anclado sobre sus hombros, comenzaron el camino a casa.

Frente a Áravo, en la puerta de la casa del maestro, una figura apareció gritando órdenes en un extraño idioma.  En cuanto vio la figura encapuchada supo que se trataba del verdadero cabecilla del ataque. Con un movimiento fruto de la costumbre de la caza desenganchó el arco, cargó una flecha y la dejó partir… solo para ver como ésta se estrellaba contra el muro de la casa. El hechicero se sobresaltó ante el ataque y alzó una de sus manos gritando una letanía obscena que culminó en la aparición de dos bolas de material ardiente que salieron despedidas hacia Áravo. Más por instinto que por destreza, el hijo del cazador se lanzó al suelo y sintió a su espalda, quizá en la casa que le cobijaba, quizá en la posada, una enorme explosión que llenó el aire de humo y piedras que caían del suelo.

Erod avanzó por el pasillo sintiendo la debilidad de sus rodillas y llego hasta el cuarto iluminado, en cuyo centro estaba la desdichada figura de Éditro, con el cuerpo abierto en numerosas heridas, y los ojos enrojecidos, cubiertos de sangre y sin párpados. Los mismos ojos que ahora le miraban con asombrosa intensidad.

-El túmulo -balbuceó en una voz agonizante y apenas audible cuando reconoció a su vecino- de Arid-Mur.

En la calle sonó una fuerte explosión.

-Tranquilo, maestro, tranquilo, llamaremos a Edwina para que cure tus heridas. Tranquilo.

Pero nada de eso era cierto, y también el moribundo lo sabía.

-Tienen... mapa de Arid-Mur -volvió a susurrar, esta vez con menos fuerza-. Quieren romper... sello de Brandowen... despertar el mal que Mur -de nuevo boqueó, escupiendo sangre con cada palabra- encerró con... sacrificio.

-Éditro, tranquilízate, te lo ruego. Tranquilo. Llamaremos a Edwina, ella sabrá qué hacer.

-Arid-Mud traerá... mal de los primeros tiempos -parecía que el maestro buscaba con sus dedos la mano de Erod- Desde Marvalar custodié el mapa -su voz era ahora apenas un sonido intuido- Ellos quieren despertar…

Y Pelliz rompió a llorar frente al cuerpo sin vida del maestro. Lloró también por no ser capaz de comprender qué había querido decir con aquellas extrañas palabras.

Cuando los atacantes se retiraron, quienes habían permanecido en sus casas salieron a las calles para ayudar con los fuegos y los heridos.

Muchos creyeron que ese era el final del sufrimiento… pocos comprendieron entonces, que se trataba tan solo del comienzo.

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